MENTE HERIDA
Quizá nunca hayas pensado en esta cuestión, pero en mayor o en menor medida, todos nosotros somos maestros. Somos maestros porque tenemos el poder de crear y de dirigir nuestra propia vida.
De la misma manera en que las
distintas sociedades y religiones de todo el mundo han creado una mitología
increíble, nosotros creamos la nuestra. Nuestra mitología personal está poblada
de héroes y villanos, ángeles y demonios, reyes y plebeyos. Creamos una
población entera en nuestra mente e incluimos múltiples personalidades para
nosotros mismos. Después, adquirimos dominio sobre la imagen que vamos a
utilizar en determinadas circunstancias. Nos convertimos en artistas del
fingimiento y de la proyección de nuestra imagen y en maestros de cualquier cosa
que creemos ser. Cuando conocemos a otras personas las clasificamos de
inmediato según lo que nosotros creemos que son. Y actuamos del mismo modo con
todas las personas y cosas que nos rodean.
Tienes el poder de crear. Tu poder
es tan fuerte que cualquier cosa que decidas creer se convierte en realidad. Te
creas a ti mismo, sea lo que sea que creas que eres. Eres como eres porque eso
es lo que crees sobre ti mismo. Toda tu realidad, todo lo que crees, es fruto
de tu propia creación. Tienes el mismo poder que cualquier otro ser humano en
el mundo. La principal diferencia entre otra persona y tú estriba en la manera
en que aplicas tu poder y en lo que creas con él. Tal vez te parezcas a otras
personas en muchas cosas, pero no todo el mundo vive la vida de la misma manera
que tú.
Has practicado toda tu vida para ser
quien eres y lo haces tan bien que te has convertido en un maestro de lo que
crees que eres. Eres un maestro de tu propia personalidad y de tus propias
creencias; dominas cada acción y cada reacción. Practicas durante años y años
hasta que alcanzas el nivel de maestría para ser lo que crees que eres. Y
cuando por fin comprendemos que todos nosotros somos maestros, llegamos a ver
qué tipo de maestría tenemos.
Cuando un niño tiene un problema con
alguien, y se enfada, por la razón que sea, el enfado hace que el problema
desaparezca y de este modo obtiene el resultado que quería. Entonces, vuelve a
ocurrir, y vuelve a reaccionar con enfado, ya que ahora sabe que, si se enfada,
el problema desaparecerá. Pues bien, después practica y practica hasta llegar a
convertirse en un maestro del enfado.
Pues bien, de esta misma manera es
como nos convertimos en maestros de los celos, en maestros de la tristeza o en
maestros del autorechazo.
Toda nuestra desdicha y nuestro
sufrimiento tienen su origen en la práctica. Establecemos un acuerdo con
nosotros mismos y lo practicamos hasta que llega a convertirse en una maestría
completa. El modo en que pensamos, el modo en que sentimos y el modo en que
actuamos se convierte en algo tan rutinario que dejamos de prestar atención a
lo que hacemos. Nos comportamos de una manera determinada sólo porque estamos
acostumbrados a actuar y a reaccionar así.
Pero para convertirnos en maestros
del amor tenemos que practicar el amor. El arte de las relaciones también es
una maestría completa y el único modo de alcanzarla es mediante la práctica.
Por consiguiente, para llegar a ser maestro en una relación hay que actuar. No
se trata de adquirir determinados conceptos ni de alcanzar un conocimiento en
concreto. Es una cuestión de acción. Ahora bien, evidentemente, para actuar es
preciso contar con algún conocimiento o al menos con una mayor conciencia de la
manera en que funcionamos los seres humanos.
Quiero que te imagines que vives en
un planeta donde todas las personas padecen una enfermedad en la piel. Durante
dos mil o tres mil años, la gente de este planeta ha sufrido la misma
enfermedad: todo su cuerpo está cubierto de heridas infectadas, que cuando se
tocan, duelen de verdad. Evidentemente, la gente cree que esta es la fisiología
normal de la piel. Incluso los libros de medicina describen dicha enfermedad
como el estado normal. Al nacer la piel está sana, pero a los tres o cuatro
años de edad, empiezan a aparecer las primeras heridas y en la adolescencia,
cubren todo el cuerpo.
¿Puedes imaginarte cómo se tratan
esas personas? Para relacionarse entre sí tienen que proteger sus heridas. Casi
nunca se tocan la piel las unas a las otras porque resulta demasiado doloroso,
y si, por accidente, le tocas la piel a alguien, el dolor es tan intenso que de
inmediato se enfada contigo y te toca a ti la tuya, sólo para desquitarse. Aun
así, el instinto del amor es tan fuerte que en ese planeta se paga un precio
elevado para tener relaciones con otras personas.
Bueno, imagínate que un día ocurre
un milagro. Te despiertas y tu piel está completamente curada. Ya no tienes
ninguna herida y no te duele cuando te tocan. Al tocar una piel sana se siente
algo maravilloso porque la piel está hecha para la percepción. ¿Puedes
imaginarte a ti mismo con una piel sana en un mundo en el que todas las
personas tienen una enfermedad en la piel? No puedes tocar a los demás porque
les duele y nadie te toca a ti porque piensan que te dolerá.
Si eres capaz de imaginarte esto,
podrás comprender que si alguien de otro planeta viniera a visitarnos tendría
una experiencia similar con los seres humanos. Pero no es nuestra piel la que
está llena de heridas.
Lo que el visitante descubriría es
que la mente humana padece una enfermedad que se llama miedo. Al igual que la
piel infectada de los habitantes de ese planeta imaginario, nuestro cuerpo
emocional está lleno de heridas, de heridas infectadas por el veneno emocional.
La enfermedad del miedo se manifiesta a través del enfado, del odio, de la
tristeza, de la envidia y de la hipocresía, y el resultado de esta enfermedad
son todas las emociones que provocan el sufrimiento del ser humano.
Todos los seres humanos padecen la
misma enfermedad mental.
Hasta podríamos decir que este mundo
es un hospital mental. Sin embargo, esta enfermedad mental ha estado en el
mundo desde hace miles de años. Los libros de medicina, psiquiatría y
psicología la describen como un estado normal. La consideran normal, pero yo te
digo que no lo es.
Cuando el miedo se hace demasiado
intenso, la mente racional empieza a fallar y ya no es capaz de soportar todas
esas heridas llenas de veneno. Los libros de psicología denominan a este
fenómeno enfermedad mental. Lo llamamos esquizofrenia, paranoia, psicosis, pero
la verdad es que estas enfermedades aparecen cuando la mente racional está tan
asustada y las heridas duelen tanto, que es preferible romper el contacto con
el mundo exterior.
Los seres humanos vivimos con el
miedo continuo a ser heridos y esto da origen a grandes conflictos dondequiera
que vayamos. La manera de relacionarnos los unos con los otros provoca tanto
dolor emocional que, sin ninguna razón aparente, nos enfadamos y sentimos
celos, envidia o tristeza. Incluso decir «te amo» puede resultar aterrador.
Pero, aunque mantener una
interacción emocional nos provoque dolor y nos dé miedo, seguimos haciéndolo,
seguimos iniciando una relación, casándonos y teniendo hijos.
Debido al miedo que los seres
humanos tenemos a ser heridos y a fin de proteger nuestras heridas emocionales,
creamos algo muy sofisticado en nuestra mente: un gran sistema de negación. En
ese sistema de negación nos convertimos en unos perfectos mentirosos. Mentimos
tan bien, que nos mentimos a nosotros mismos e incluso nos creemos nuestras
propias mentiras.
No nos percatamos de que estamos
mintiendo, y en ocasiones, aun cuando sabemos que mentimos, justificamos la
mentira y la excusamos para protegernos del dolor de nuestras heridas.
El sistema de negación es como un
muro de niebla frente a nuestros ojos que nos ciega y nos impide ver la verdad.
Llevamos una máscara social porque resulta demasiado doloroso vernos a nosotros
mismos o permitir que otros nos vean tal como somos en realidad. El sistema de
negación nos permite aparentar que toda la gente se cree lo que queremos que
crean de nosotros. Y aunque colocamos estas barreras para protegernos y
mantener alejada a la gente, también nos mantienen encerrados y restringen
nuestra libertad. Los seres humanos se cobijan y se protegen y cuando alguien
dice: «Te estás metiendo conmigo», no es exactamente verdad. Lo que sí es
cierto es que estás tocando una de sus heridas mentales y él reacciona porque
le duele.
Cuando tomas conciencia de que todas
las personas que te rodean tienen heridas llenas de veneno emocional, empiezas
a comprender las relaciones de los seres humanos en lo que los toltecas
denominan el sueño del infierno. Desde la perspectiva tolteca todo lo que
creemos de nosotros y todo lo que sabemos de nuestro mundo es un sueño. Si
examinas cualquier descripción religiosa del infierno te das cuenta de que no
difiere de la sociedad de los seres humanos, del modo en que soñamos. El
infierno es un lugar donde se sufre, donde se tiene miedo, donde hay guerras y
violencia, donde se juzga y no hay justicia, un lugar de castigo infinito. Unos
seres humanos actúan contra otros seres humanos en una jungla de predadores;
seres humanos llenos de juicios, llenos de reproches, llenos de culpa, llenos
de veneno emocional: envidia, enfado, odio, tristeza, sufrimiento. Y creamos
todos estos pequeños demonios en nuestra mente porque hemos aprendido a soñar
el infierno en nuestra propia vida.
Todos nosotros creamos un sueño
personal propio, pero los seres humanos que nos precedieron crearon un gran
sueño externo, el sueño de la sociedad humana. El Sueño externo, o el Sueño del
Planeta, es el Sueño colectivo de billones de soñadores. El gran Sueño incluye
todas las normas de la sociedad, sus leyes, sus religiones, sus diferentes
culturas y sus diferentes formas de ser. Toda esta información almacenada
dentro de nuestra mente es como mil voces que nos hablan al mismo tiempo. Esto
es lo que los toltecas denominan el mitote.
Pero lo que nosotros somos en
realidad es puro amor; somos Vida. Y lo que somos en realidad no tiene nada que
ver con el sueño, pero el mitote nos impide verlo. Cuando contemplas el sueño
desde esta perspectiva, y cobras conciencia de lo que eres, comprendes cuán
absurdo resulta el comportamiento de los seres humanos, y entonces, se
convierte en algo divertido. Lo que para todos los demás parece un gran drama
para ti es una comedia. Ves de qué modo los seres humanos sufren por algo que
carece de importancia, algo que ni siquiera es real.
Pero no tenemos otra opción. Nacemos
en esta sociedad, crecemos en esta sociedad y aprendemos a ser como todos los
demás, actuando y compitiendo continuamente de un modo absurdo.
Ahora bien, imagina por un momento
que pudieses visitar un planeta en el que toda la gente tuviera una mente
emocional distinta. La manera en que se relacionarían los unos con los otros
sería siempre feliz, siempre amorosa, siempre pacífica. Ahora imagínate que un
día te despiertas en ese planeta y que ya no tienes heridas en tu cuerpo emocional.
Ya no tienes miedo de ser quien eres. Ya no te importa lo que la gente diga de
ti, porque no te lo tomas como algo personal y ha dejado de producirte dolor.
Así que ya no necesitas protegerte más. No tienes miedo de amar, de compartir,
de abrir tu corazón. Ahora bien, esto sólo te ha ocurrido a ti. ¿Cómo te
relacionarás con la gente que padece heridas emocionales y que está enferma de
miedo?
Cuando un ser humano nace, su mente
y su cuerpo emocional están completamente sanos. Quizás hacia el tercer o cuarto
año de edad empiecen a aparecer las primeras heridas en el cuerpo emocional y
se infecten con veneno emocional. Pero, si observas a los niños de dos o
tres años y te fijas en su manera de comportarse, verás que siempre están
jugando. Los verás reírse sin parar. Su imaginación es muy poderosa y su manera
de soñar una auténtica aventura de exploración.
Cuando algo va mal reaccionan y se
defienden, pero, después, sencillamente se olvidan y vuelven a centrar su
atención en el momento presente para seguir jugando, explorando y
divirtiéndose. Viven el momento. No se avergüenzan del pasado y no se preocupan
por el futuro. Los niños pequeños expresan lo que sienten y no tienen miedo a
amar.
Por eso los momentos más felices de
nuestra vida son aquellos en los que jugamos como si fuéramos niños, cuando
cantamos y bailamos, cuando exploramos y creamos con el único propósito de
divertirnos.
Cuando nos comportamos como niños
nos resulta maravilloso porque ese es el estado normal de la mente humana, la
tendencia natural.
Somos inocentes, igual que los
niños, y para nosotros es normal expresar amor. Pero ¿qué nos ha ocurrido? ¿Qué
le ha ocurrido al mundo entero?
Lo que ha sucedido es que, cuando
éramos pequeños, los adultos ya padecían esa enfermedad mental, una enfermedad
altamente contagiosa. ¿Y cómo nos la transmitieron? Captando nuestra atención y
enseñándonos a ser como ellos. Así es como trasladamos nuestra enfermedad a
nuestros niños y así es como nuestros padres, nuestros profesores, nuestros
hermanos mayores y toda una sociedad de gente enferma nos la contagió a
nosotros. Captaron nuestra atención, y, mediante la repetición, llenaron
nuestra mente de información. De este modo aprendimos, y de este modo
programamos una mente humana.
El problema reside en el programa,
en la información que hemos almacenado en nuestra mente. Una vez captada la
atención de los niños, les enseñamos un lenguaje, les enseñamos a leer, a
comportarse y a soñar de un modo determinado. Domesticamos a los seres humanos
de la misma manera que domesticamos a un perro o a cualquier otro animal: con
castigos y premios. Esto es perfectamente normal. Lo que llamamos educación no
es otra cosa que la domesticación del ser humano.
Al principio tenemos miedo de que
nos castiguen, pero más tarde también tenemos miedo de no recibir la
recompensa, de no ser lo bastante buenos para mamá o papá o un hermano o un
profesor. De este modo es como nace la necesidad de ser aceptado. Antes de eso
no nos importa si lo estamos o no. Las opiniones de la gente no son importantes
y no lo son porque sólo queremos jugar y vivir en el presente.
El miedo a no conseguir la
recompensa se convierte en el miedo a ser rechazado. Y el miedo a no ser lo
bastante buenos para otra persona es lo que hace que intentemos cambiar, lo que
nos hace crear una imagen.
Imagen que intentamos proyectar
según lo que quieren que seamos, sólo para ser aceptados, sólo para recibir el
premio. De este modo aprendemos a fingir que somos lo que no somos y
perseveramos en ser otra persona con la única finalidad de ser lo
suficientemente buenos para mamá, papá, el profesor, nuestra religión o
quienquiera que sea. Y con este fin practicamos incansablemente hasta que nos
convertimos en maestros de ser lo que no somos.
Pronto olvidamos quienes somos
realmente y empezamos a vivir nuestras imágenes, porque no creamos una sola,
sino muchas diferentes, según los distintos grupos de gente con los que nos
relacionemos. Una imagen para casa, una para el colegio, y cuando crecemos,
unas cuantas más.
Y esto funciona de la misma manera
cuando se trata de una simple relación entre un hombre y una mujer. La mujer
tiene una imagen exterior que intenta proyectar a los demás, y cuando está
sola, otra de sí misma. Lo mismo pasa con el hombre, que también tiene una
imagen exterior y otra interior. Ahora bien, cuando llegan a la edad adulta, la
imagen interior y la exterior son tan distintas que ya casi no se corresponden.
Y como en la relación entre un hombre y una mujer existen al menos cuatro
imágenes, ¿cómo es posible que se lleguen a conocer de verdad? No se conocen.
La única posibilidad es intentar comprender la imagen. Pero es preciso
considerar más imágenes.
Cuando un hombre conoce a una mujer,
se hace una imagen propia de ella, y a su vez la mujer se hace una imagen del
hombre desde su punto de vista. Entonces él intenta que ella se ajuste a la
imagen que él mismo ha creado y ella intenta que él se ajuste a la imagen que
se ha hecho de él. Ahora, entre ellos existen seis imágenes. Evidentemente, aunque
no lo sepan, se están mintiendo el uno al otro. Su relación se basa en el
miedo, en las mentiras, y no en la verdad porque resulta imposible ver a través
de toda esa bruma.
De pequeños no experimentamos ningún
conflicto porque no fingimos ser lo que no somos. Nuestras imágenes no cambian
realmente hasta que empezamos a relacionarnos con el mundo exterior y dejamos
de tener la protección de nuestros padres. Esta es la razón por la que la
adolescencia resulta particularmente difícil. Aun en el caso de que estemos
preparados para sostener y defender nuestras imágenes, tan pronto intentamos
proyectarlas al mundo exterior, éste las rechaza. El mundo exterior empieza a
demostrarnos, no sólo particular, sino también públicamente, que no somos lo
que fingimos ser.
Este sería el caso, por ejemplo, de
un chico adolescente que aparenta ser muy listo. Acude a un debate en el
colegio, y, en ese debate, alguien que es más inteligente, y que está más
preparado, le supera y le deja en ridículo delante de todo el mundo. A
continuación él intenta explicar, excusar y justificar su imagen delante de sus
compañeros. Se muestra muy amable con todos e intenta salvar esa imagen delante
de ellos, aunque sabe que está mintiendo. Por supuesto, hace todo lo posible
para no perder el control delante de ellos, pero tan pronto se encuentra solo y
se ve reflejado en un espejo, lo hace añicos. Se odia a sí mismo; se siente
verdaderamente estúpido y cree que es el peor. Existe una gran discrepancia
entre la imagen interior y la imagen que intenta proyectar hacia el mundo
exterior. Pues bien, cuanto más grande es la discrepancia, más difícil resulta
la adaptación al sueño de la sociedad y menos amor se tiene hacia uno mismo.
Entre la imagen que finge ser y la
imagen interior que tiene de sí mismo cuando está solo, existen mentiras y más
mentiras. Ambas imágenes están completamente alejadas de la realidad; son
falsas, pero él no es consciente de ello. Quizás otra persona lo advierta, pero
él está totalmente ciego. Su sistema de negación intenta proteger las heridas,
pero éstas son reales y siente dolor porque intenta defender esa imagen por
todos los medios.
De pequeños aprendemos que las
opiniones de todas las personas son importantes y dirigimos nuestra vida
conforme a esas opiniones.
Una simple opinión de alguien,
aunque no sea cierta, es capaz de hacernos caer en el más profundo de los
infiernos: «Qué feo estás. Estás equivocado. Eres un estúpido». Las opiniones
tienen un gran poder sobre el comportamiento absurdo de las personas que viven
en el infierno. Por ese motivo necesitamos oír que somos buenos, que lo estamos
haciendo bien, que somos bellos. «¿Qué aspecto tengo? ¿Ha estado bien lo que he
dicho? ¿Cómo lo estoy haciendo?»
Necesitamos escuchar las opiniones
de los demás porque estamos domesticados y esas opiniones tienen el poder de
manipularnos. Por eso buscamos el reconocimiento en los otros; necesitamos el
apoyo emocional de ellos; ser aceptados por el Sueño externo a través de los
demás. Esta es la razón por la que los adolescentes ingieren alcohol, se drogan
o empiezan a fumar. Sólo para ser aceptados por otras personas que opinan que
eso es lo que hay que hacer; sólo para que esa gente considere que están «en la
onda».
Pero todas esas falsas imágenes que
intentamos proyectar provocan un gran sufrimiento en muchos seres humanos. Las
personas fingimos ser muy importantes, pero, a la vez, creemos que no somos
nada.
Ponemos mucho empeño en ser alguien
en el sueño de esa sociedad, en ganar reconocimiento y en recibir la aprobación
de los demás. Hacemos un gran esfuerzo para ser importantes, para triunfar,
para ser poderosos, ricos, famosos, para expresar nuestro sueño personal e
imponer nuestro sueño a las personas que nos rodean. ¿Por qué? Pues porque
creemos que el sueño es real y nos lo tomamos muy en serio.
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